26/3/09


TRADING LOVE

POR MRR

SUS CONDICIONES:


Mis ojos: No quiero que mires a nadie más.

Luego reprochaba: ¡Que ciega estás!


Mis brazos: ¡Quiero que seas solo mía!

Más tarde se lamentaba: ¡Ya no me abrazas como antes!


Mis piernas: Tengo miedo a entregarme y que después escapes!

¡Que lenta eres!, me reprochaba luego despreciativa


Al cabo de un tiempo parecía arrepentida:

¡Yo no estoy preparada para este amor!

¡Me siento atrapada!

¡Ya no sé quién soy!


Si la amaba debía entregarle también

mis sueños, mis pensamientos, mis vísceras,

mi sangre y, por supuesto,

mi corazón.


Con espanto, lo puse en sus manos.

Siguió lamentándose:

¿Y tus temblores, y tus latidos?


Un día decidió:

Quería estar sola, “comerse el mundo” y, por supuesto,

yo no estaba invitada ni a las migajas del banquete.


Quise retenerla
gritarle que no se fuera

pero pensé que debía conservar mi voz

al menos
para contar la historia.

Me quedé inmóvil

Y la dejé partir.

Su última frase:

Eres como un muñón: inerte y vacía.


4/3/09






¿SERÁ ESTO PARÍS?


Siempre soñé con llegar aquí, con palpar este pedazo del Pont Neuf y contemplar, como ahora, el Sena. Me pides que sonría. Sonrío. Y mientras, pienso que nunca imaginé que en París nos sentiríamos tan ajenas. No imaginé nunca, mientras soñaba en Cuba con llegar a París, que en París me sentiría vacía y que la nostalgia de nuestra vida juntas en La Habana me empañaría la sensación real de estar en París. Tú, mientras, tomas esa foto. ¿Será esto París?
Yo soñaba con que en París me sentiría eufórica, que tendría ganas de caminar, tocar el suelo con las manos, sentarme en los cafés donde antes se sentaron Gauguin, Sartre, Simone de Beauvoir. Pero mientras caminamos tomadas de la mano por los Champs Elysées, fingiendo estar emocionadas por estar en París, pienso en nosotras tomándonos un té en la pequeña sala de nuestro apartamento allá en La Habana. ¡Tantos años en ese apartamento lamentando no poder conocer París! Y ahora, en París, el dolor de haber perdido todo lo que teníamos para poder estar aquí, en esta ciudad molesta, donde únicamente puedo repetirme, en voz baja, mientras miramos ajenas las vidrieras lujosas de las tiendas, que preferiría no estar aquí, que preferiría que dejara de llover, porque siento que puedo morirme en París, hoy, con aguacero, que preferiría estar juntas, calentitas, en nuestro apartamento, que preferiría, antes de tener que llegar a dormir en el hotel que hemos reservado, estar saliendo ahora de nuestra casa para doce y Malecón, como cada noche, a hacerle la visita a Gobel y Manuel, a conversar con ellos sobre todo y nada, a dejarnos llevar por cualquier tema intrascendente, mientras contemplamos el malecón, a divagar, reírnos, escuchar música, quejarnos del hambre. Quizás París era sólo eso, las ganas de conocer París mientras uno no puede hacerlo. Y así, todos los días, yo venía contigo y visitaba la tumba de Edith Piaf, y paseábamos por Montmartre, y nos acostábamos felices en La Habana habiendo visitado París.





En La Habana todo es más horrible, pero también más simple, más real. Allí sabíamos quiénes éramos: dos muchachas provincianas que llegaron un día a la ciudad, las amigas preferidas de Gobel y Manuel, las chicas inteligentes del segundo piso, las muchachas que viven juntas, las hijas de nuestras madres, las frustraciones de algunas personas de nuestras familias, la adoración de otras, las hermanas de nuestros hermanos y el reflejo de toda nuestra circunstancia vil. Aquí somos fantasmas. Fantasmas de aquellas que fuimos, que se pasean ahora, bajo la lluvia, por París.

¿Y dónde adquirimos estas manías nuevas, todos estos objetos que no reconocemos? ¿Dónde está tu blusa azul y tus zapatos con huecos en las suelas, a los que solíamos pegarles un pedazo de cartón para que no se te mojaran los pies en los aguaceros rabiosos de la isla? Seguramente los regalaste antes de salir, igual que regalamos nuestros discos, nuestros libros, nuestras almohadas, nuestro colchón. Damos vueltas en el cuarto, buscando un lavaplatos que aparece incluido en la hoja del inventario de la habitación y que, sin embargo, no encontramos. Y yo pienso que así estamos de perdidas. Ya no encontramos nada y no te lo digo, mientras nos reímos de nuestro provincianismo, pero no me encuentro a mí misma en ningún lugar, aunque finja todo el tiempo lo contrario, como lo exige mi vulnerabilidad y mi miedo, en ese país extranjero donde vivo, como quizás te pasa a ti en el país extranjero donde te tocó vivir. Países que no escogimos, sino que fueron la posibilidad única que tuvimos para salir, escapar de la isla.
Y nos acostamos, por fin, sin haber encontrado el lavaplatos. Nos acostamos y nos quedamos calladas. Y recuerdo con pesar, y casi te pregunto que por qué estamos tan calladas, nosotras, que siempre hablábamos tanto a la hora de dormir, en las mañanas, en la tarde, cuando regresabas del trabajo, nosotras que hablábamos siempre, todo el tiempo, hasta cuando ibamos al baño dejábamos la puerta abierta para seguir hablando. Y pienso que ahora sería el momento perfecto para decirte, explicarte mis miedos, mis angustias, mis noches sola, allá en México. Pero no lo puedo soltar. No puedo hablar. Quizás es que soy consciente de que debo regresar y no puedo aliviarme contando algo que todavía tengo que resistir. Habría que dejarlo atrás, tendría que ser este el viaje del reencuentro que conjurara nuestra separación, pero no lo es. Y yo tendré que regresar, apenas en dos semanas. Y tú tendrás regresar a España y ambas tendremos que encontrar el valor para no agobiarnos ahora con nuestros problemas, porque sabemos que tendremos que despedirnos nuevamente, amanecer cuerdas, levantarnos, enfrentarnos a nuestra rutina, llegar impecables al trabajo, pasar llamadas, hacer traducciones, cerrar contratos, sonreírle a nuestros jefes. Y sé que nos contenemos por miedo. Miedo a derramarnos, a dejarnos ir y que la emoción nos descontrole. Miedo a salir corriendo, gritando, miedo a abandonar el avión, a abrazarte y a no querer soltarte, como hacen los poseídos, los niños downs con sus padres y los amantes en las telenovelas.

Y yo que pensé, en algún momento, que había dejado de amarte. Y pasé muchos años frustrada al ver que estábamos envejeciendo juntas en aquel apartamento que ahora recuerdo con dolor y que en Cuba comparaba con un hueco. Y no puedo dejar de pensar, mientras propones que pongamos la televisión, para que yo practique mi francés y te traduzca las noticias, que somos animales de zoológico. Siempre lo fuimos. No conocimos otra cosa, y ahora, por eso, la selva nos espanta, aunque sonriamos y yo traduzca lo que dice Mercedes Sosa, que está de visita en París, "una de las ciudades que más ama". Y Mercedes dice algo que me deja petrificada, porque me descubre una verdad que yo nunca descubrí. Dice que enfermó del estómago por el miedo que siente cada vez que sube al escenario.

Y yo pudiera decirte, si fuéramos aquellas en el apartamento de La Habana, que por eso dejé de cantar. Qué fácil y de qué manera tan tonta acabo de enterarme de que esa era la respuesta que siempre buscaba y que nunca supe darte cuando me preguntabas, durante tantos años, que por qué había dejado de cantar, de componer, de hacer poesía. Era simplemente miedo, porque sabía que aquello me costaría la vida, y yo no quería morir, yo quería ser feliz por sobre todas las cosas, y dejar de sentir miedo. Pero hay miedos y miedos. Tú también lo debes saber. El miedo paralizante que siento en Mexico cuando la tierra se sacude con rabia bajo mis pies, como si estuviera cansada de cobijar a una especie tan insensata. Y tampoco te confieso que en esos momentos el corazón se me quiere salir al constatar que la muerte está ahí, bajo mis pies, y que es terrible sentir que en un segundo todo un mundo puede desaparecer, que puedo morir lejos de ti, absurdamente.

El miedo a la alarma de las ambulancias que pasan frente a mi apartamento, el miedo a los autos que se estrellan casi todas las noches en mi calle, los gritos de la gente, las luces de ls patrullas de la policía que se reflejan en la oscuridad de mi cuarto, mientras tiemblo agazapada como un gusano debajo de la piedra que sabe que alguien por curiosidad puede levantar, sintiendome desvalida. Y después, cuando todo termina, el miedo a la oscuridad, a no poder evocar ni uno solo de nuestros momentos felices, ni un solo rostro amigo, ni una palabra tuya para aliviarme, dormirme, relajarme. Porque a veces siento - y esto tampoco te lo digo- que de tanto conjurar lo que más queremos para poder sobrevivir diariamente, de tanto alejar a los fantasmas queridos para poder soportar a los seres reales que no amamos, pero con los cuales convivimos, a los que no entendemos ni sabemos descifrar, de tanto esforzarnos por resistir la soledad, nos vamos quedando asidos a ella fuertemente, como los náufragos a la roca, como los presos a sus barrotes.




Y aquí estamos hace media hora contemplando las bailarinas de Degás. Y sonrío, otra vez, mientras tú me tomas esa foto junto a La Noche Estrellada, de Van Gogh. Y pienso en nuestro querido Havel, y me pregunto qué sentiría él si pudiera estar aquí, frente a estos cuadros que siempre admiró y copió para aprender a pintar, durante tantos años. ¿Qué sentiría Giselle, que estudió Historia del Arte y permanece encerrada, como los cuadros que admira, en un museo olvidado de La Habana Vieja?







¿Qué hice yo para merecer París, esta tarde que cae como una bola de fuego, este río que desconozco y que me recuerda el río de mi infancia que alguna vez fue inmenso y que después se volvió mínimo, como la baba de un anciano decrépito?

El barco se desliza suavemente y los turistas, como nosotras, disparan sus cámaras con la esperanza de llevarse a sus casas la Catedral, la Torre Eiffel, esas estatuas imponentes que contemplamos arriba, en los puentes. Y contemplo a la pareja junto a la orilla del Sena. Ella baila sensualmente mientras él toca la guitarra que no escucho. Quizás sea eso París. Y les hago una foto, pensando en colgar ese atisbo de felicidad ajena en la única pared libre de mi apartamento.

Somos computadoras sin memorias, bien lo sabemos. Por eso hacemos este esfuerzo inútil, porque sabemos que con tal de sobrevivir somos capaces de olvidar inclusive lo más bello. Y disparamos nuestras cámaras una y otra vez como dementes, incapaces de disfrutar este paisaje sin sentir la necesidad de atraparlo, coleccionarlo, poseerlo.

Y mientras nos deslizamos suavemente, arrastradas por la corriente apacible del río, y tú haces esa foto de mi rostro en close up, con Notre Dame al fondo, me pregunto si dejaré de sentir este vacío, me pregunto si, finalmente, será esto París...









2/3/09

MATAR A MILK

Por MRR

La película Milk me dejó repitiéndome una frase que tengo muy clara desde hace mucho tiempo: nada es más dañino que la ignorancia y la intolerancia.

Mientras manejaba de regreso a mi casa, a la salida del cine, recordé una de las frases geniales que Albert Camus pone en boca de su personaje Calígula, en la obra homónima.

Calígula le dice a Cesonia:

“No me matarán mis enemigos, aquellos a los que les he hecho más daño, porque ellos me conocen, y me entienden. Me matará la ignorancia, Cesonia, porque la ignorancia siempre es asesina.”

Después de ver la película volví a sentir rabia por la reciente aprobación de la Propuesta 8, la cual negó a los homosexuales en Estados Unidos el derecho a casarse y que dejó legitimado el matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer, para alivio de los grupos conservadores.

Nunca entendí cómo los homosexuales de este país no salieron a las calles cuando se propuso votar la Propuesta 8. Y sigo sin entender cómo una sociedad civilizada -y esta se precia de serlo- somete a votación el derecho de una minoría para que, en el colmo de la farsa, sea aprobado por una mayoría que desaprueba a esa minoría y la estigmatiza.


Someter un derecho a votación es algo ridículo. Si los negros hubieran tenido que esperar a que la mayoría de los ciudadanos americanos blancos aprobaran sus derechos, todavía habría mayorales y barracones.

¿Por qué los derechos de los homosexuales tienen que ser puestos a votación?

Los derechos no se ponen a votación. El Estado debe imponerlos a punta de leyes, precisamente para que los intolerantes aprendan, a fuerza, a respetarse unos a otros. Si no, habría que esperar siglos para que una sociedad evolucione y esté preparada para aprobar leyes que protejan a las minorías. Eso, en caso de que tengamos la fe necesaria en la evolución del ser humano. Algo que no me queda claro todavía. Siempre digo que ni siquiera tres doctorados ni un premio nobel pueden matar del todo al animal que llevamos dentro.

Si le dejamos a la humanidad la posibilidad de escoger, habría que esperar siglos para que en muchos países de Africa los hombres dejen de practicarles la ablación a sus mujeres y para que los musulmanes fanáticos dejen de lapidarlas en estadios.


Poner a votación un derecho no solo es un acto de hipocrecía, sino también una violación del primero y más elemental: "que todos somos iguales y tenemos los mismos derechos."

El derecho debe estar garantizado y punto.

Es cierto que la forma en la que se planteó la Propuesta 8 resultó una trampa, ya que muchas personas votaron a favor de la misma, pensando que votaban a favor del matrimonio homosexual, cuando votar en contra era realmente lo que le daba legitimación.

Pero ya sabemos que Estados Unidos es un país complicado.

Este país ha visto cómo, a lo largo de sus historia, sus verdaderos héroes y sus más brillantes ciudadanos y artistas –desde Lincoln, Lennon, Martin Luther King hasta Harvey Milk- han sido asesinados por individuos mediocres o aberrados, quienes de puro rencor matan aquella gracia o luz que les fueron negadas y que sienten como una amenaza cuando la reconocen en otra persona.


Con la aprobación de la Propuesta, volvió a ganar la ignorancia.


Ahora, los millones de ignorantes que votaron a favor de la misma se sentirán legimitidados en su prejuicio contra los homosexuales.


Fue como si, esta vez, millones de ciudadanos americanos le dispararan nuevamente al cadáver del pobre Harvey Milk.