20/8/07

CONOZCO ESA GEOGRAFIA -CUENTO





POR MIDIALA ROSALES ROSA.

Amo a las mujeres. Quisiera defenderlas, resguardarlas, protegerlas. Me seducen las mujeres sacrificadas, las mujeres buenas, las mujeres tímidas, las mujeres que escogen la soledad, la penumbra, las mujeres que miran como si besaran y que, cuando besan, mueren.
La mujer que ama a un hombre no puede descubrir la ternura de la que es capaz. El hombre no lo permite, la mujer no lo permite. El hombre debe ser fuerte, la mujer debe ser protegida. El hombre es un martillo. La mujer se convierte en receptora de su fuerza, de sus ganas, de su urgencia. Todo en él propone el empuje, el golpe.
El hombre arrastra, violenta, desgasta. La mujer debe darse, abrirse. Debe exponerse sin ser descubierta, debe entregarse sin recibir entrega a cambio.
Las mujeres se aman como si tocaran un arpa. La soledad desaparece. La soledad de la mujer sola queriendo reconstruir el mundo que los hombres destruyen. La soledad de la mujer sola queriendo armonizar lo que el hombre desentona. La soledad de la mujer sola queriendo llenar el vacío que el hombre deja en los hijos, en la casa, en la vida. La vida de la mujer, que el hombre cree insulsa y sin sentido. El hombre con su espíritu emprendedor y curioso que lo hace quemar a las hormigas, inventar estrategias para destruir a otros hombres. El hombre con su soledad intrínseca, su fuerza que le han dicho debe ser su mejor arma, su juicio absoluto.

Claudia cierra su diario. El reloj marca las siete de la mañana. Jorge está al llegar.
Le duele imaginarlo, impaciente, detrás del volante.
Alina todavía duerme.
Claudia sale de la cama y va a la cocina. La cabeza le pide un café que prepara bien fuerte. No debe tomarlo, pero hoy le da lo mismo. Lo prohibido es siempre lo mejor: la bebida, los dulces, el sexo. Placeres. La gente debería enfermarse de no hacer el amor. Las enfermedades deberían padecerse de no tomar, de no comer en abundancia. Así todos estarían obligados a vivir y no habría tanta mojigatería, tantas personas frustradas enrareciendo la vida. Sorbe un poco de café.
Abajo suena el pitazo, primero largo, después repetido, insistente.
Claudia oye que Alina se despierta. Se la imagina saltando sobresaltada de la cama, movida por el resorte del claxon del auto de Jorge. Durante nueve años de su vida, ese ha sido su reloj despertador. Durante nueve años, todas las mañanas, se ha despertado con ese sonido impertinente. Y su cuerpo incondicionalmente responde, aunque esté sumido en el más profundo sueño.
Claudia también ha pasado a ser parte de ese rito. Todas las mañanas Jorge la despierta a ella también con el pitazo del carro justo para ver cómo Alina, nerviosa, salta de la cama. Nunca la ha visto vacilar. Siempre termina respondiendo a la llamada de él. Alina se siente culpable por ese espasmo, ese sobresalto, esa premura, pero no puede contenerse. Muchas veces la ha dejado con el beso en los labios, con la palabra sin terminar. Claudia sabe que esa va a ser su batalla: arrancarla de ese rito, de esa relación que no despierta ninguno de sus sentidos, sólo su vagina. Alina se ducha. Claudia la imagina dentro del baño. Adivina sus movimientos: el spray del desodorante, el perfume, un vestido fresco y por último el maquillaje. Conoce todos sus perfumes, los aromas de las cremas, del creyón de labios, del shampoo. Cuando no los siente puede evocarlos.
En la cocina todo está revuelto: los platos sucios en el fregadero, los restos de comida de la noche anterior, las tazas con restos de té. Alina es una mujer lunática, “lechuza”, le gusta vivir de noche.
A Claudia le gusta lo que ve: el naufragio de estar viva. Le gusta la despreocupación con que Alina maneja todos los ritos diarios, sin manías ni obsesiones que le recuerden la naturaleza femenina más convencional.
Claudia piensa en su madre. Le duele recordarla siempre atareada. Todos los días de todos los años recogiendo, barriendo, limpiando, cocinando. Una sombra con la cual puede hablar sólo cuestiones cotidianas. Una madre debe ser algo mas que la llamada para el baño, el aviso cuando está la comida, la voz que anuncia el vaso de leche todas las mañanas. No una madre cotidiana, sino una madre cósmica. Y un padre cósmico, también. Dioses perfectos. Dioses que conozcan el camino, que hablen, que guíen y adviertan del peligro, como los oráculos.
Allí, en el cuarto de Alina, el orden aparece sin que se vea el esfuerzo. Alina siempre está en otra parte, distraída de las cosas molestas de la vida. Limpia mientras tararea una canción. Tarareando la canción se olvida de que limpia. Su madre no. Ella se queja, pide auxilio. Aunque siente compasión por su madre no puede ayudarla. Sabe que si se queda cerca quedará atrapada.
Alina entra a la cocina. Claudia deja la taza de café, la besa. Alina sonríe, se zafa de sus brazos y sale.
Claudia siente sus pasos en la escalera, el sonido de la verja y luego la puerta del carro. Se queda en silencio mirando los rayos del sol que han dibujado una ilusoria ventana de luz en la pared.
Nunca habían hablado de él: Claudia no creía prudente exigir por algo que ella había admitido sin reparos en un principio. Pero ya no lo soportaba. Él ni siquiera reclamaba, estaba seguro de que el mundo se movía según su deseo. Alina y Jorge tenían nueve años de estar juntos, con todos los compromisos de un matrimonio, pero sin compartir el mismo techo. Muy conveniente para él, piensa Claudia, y sonríe a media asta. Nunca una propuesta de matrimonio, sólo sexo de vez en cuando y algunas convenciones: venir a buscarla por las mañanas, almorzar juntos y regresarla a la casa en la tarde, cuando Alina terminaba su trabajo. Claudia odiaba esa seguridad. Tenía deseos de violentar ese mundo. La molestaba el gesto prepotente de Jorge cuando a veces entraba a saludarla. Su comportamiento de dueño y señor a Claudia le parecía ridículo, cuando no grosero. Claudia no quería a Alina para sí -aunque le hubiera gustado hacerle el amor frente al mar-, pero tampoco quería que fuese de nadie, mucho menos de él que la creía suya definitivamente.

A través de la ventana Claudia puede ver la avenida de grandes árboles. El día estupendo para pasear por la ciudad. Regresa al cuarto, se viste y sale de la casa. Cerca de allí hay un parque. Todas las tardes Claudia se sienta entre los árboles, en un banco semidestruido, frente al río de agua turbia. Allí sentada, escuchando la brisa en los árboles y el sonido del agua, Claudia inventa frases para la novela que piensa escribir. Hoy se siente especialmente tocada por las musas. Y escucha una frase en el aire: quiero esa dote, como en los tiempos antiguos. Le gusta, piensa, y se concentra, tratando de hilvanar un verso contundente y definitivo. Cierra los ojos. Pero hay algo en el silencio que la inquieta. Mira a su alrededor y descubre, detrás de un árbol frente a ella, la silueta de un hombre que se masturba, el miembro erguido entre sus manos.
Claudia abandona el parque. En el camino de regreso va repitiendo la frase: quiero esa dote, como en los tiempos antiguos. Debo escribirla, piensa.

Duerme toda la tarde hasta que siente nuevamente los pasos de Alina en la escalera. Su corazón palpita fuertemente. Siente la llave en el picaporte y la ve entrar. Alina se acuesta encima de ella. Claudia finge un gesto de dolor y después se ríen, se besan. Luego Alina la mira y le dice: Jorge me ha pedido que nos casemos.
Quedan en silencio un buen rato. Claudia siente que debe hablar, pero no sabe qué decir. No quiere minimizar el hecho. No quiere dimensionarlo absurdamente tampoco. Sabe que necesita tiempo, pero Alina podría decidir casarse en cualquier momento. ¿Se habrá equivocado? No sabe nada, piensa. Las clasificaciones no sirven para nada. ¿Acaso es Alina una mujer heterosexual que simplemente experimenta con otra mujer? ¿Acaso era ella una mujer homosexual, o alguien que no soportaba el mundo masculino de lo evidente? Y el amor, ¿no cuenta? Claudia tiene ganas de comprometerla, de preguntarle directamente: ¿a quién amas?, pero la frase le resulta demasiado cursi y le da miedo.
A ella le gusta el espejismo, la duda, la incertidumbre. Todo eso le aviva el deseo. Cuando hay demasiadas palabras el deseo se deteriora. Cuando no hay nada claro, nada rotundo, cuando no hay promesas de eternidad y el amor no puede asirse, el deseo es como la sed y su único alivio es beber a toda hora. No hay nada que seduzca más que eso: un deseo todo el tiempo amenazado, un amor que no puede asirse, nombrarse, clasificarse ni mostrarse.
Hay personas que no pisan más allá del terreno conocido. Claudia siente que no debe hablar, reclamar, ni preguntar. Vamos a comer?, dice. Alina la sigue a la cocina. Pican ajos, cebollas, trituran el orégano, el cilantro. Sal. Fuego. La habitación huele a sazón. El ambiente enrarecido se ha conjurado. Es como si no hubiera nada que temer: son sólo dos mujeres que cocinan. Ahora están en un lugar conocido, agradable.
Claudia se acerca a Alina y la besa. Alina se deja hacer, su piel responde. Claudia la escucha pensar. Aviva el fuego y cocina las especies.
No quiere perderla. Cuando era adolescente siempre se enamoró de sus mejores amigas. Ellas nunca supieron. Siempre salían con sus novios y ella temblaba al verlas, abrazándolos, besándolos mientras bailaban. Ella siempre solitaria, temerosa de que los muchachos la sacaran a bailar. Se sentía fea.
Luego descubrió que amaba a las mujeres.
En segundo año de preparatoria conoció a Elena. Elena estaba en otro salón de clases, y un día se quedó parada a unos pasos, mirándola. Claudia se encontró con sus ojos y bajó los suyos. Un día conversaron. Claudia sabía que aquella no era una conversación como otras. Supo enseguida lo que sentía Elena. Una tarde, cuando salía del baño, Elena se paró delante de ella, cerrándole el paso. Puso una mano sobre la puerta del baño, como para impedir que Claudia escapara y luego la besó. Claudia se quedó petrificada contra la puerta, sintiendo sus labios, los labios suaves, tibios de Elena, el temblor en su estómago, y sintió que se perdía dentro de aquel pozo de luz, un hoyo inmenso y resplandeciente que la mareaba y la lanzó, a toda velocidad, al firmamento, y luego de vuelta al techo sucio del baño, las paredes descascaradas, justo para ver como la puerta se cerraba. Elena se había marchado.
Todo desapareció a su alrededor desde ese día. Sólo pensaba, respiraba y vivía para encontrarse con Elena. Estuvieron tres años de besos furtivos en la escuela, caricias por debajo de la mesa. Después Elena se fue con sus padres a los Estados Unidos y Claudia se quedó esperando sus cartas. Nunca más supo de ella.
Luego conoció a otras mujeres declaradas abiertamente homosexuales –así se definían ellas mismas- pero ninguna le agradó. Claudia tenía prejuicio con las definiciones. No entendía qué era declararse “abiertamente homosexual”. ¿Era declararse perennemente enamorada? Ninguna de aquellas mujeres estaba enamorada de ella, ni Claudia tampoco. La dejaban preguntándose qué sentido tenía estar allí. Las encontraba grotescas. Hacer el amor con aquellas lesbianas “declaradas” le pareció más un de circo que un acto de entrega.
Pensó que su gusto por las mujeres había sido sólo una etapa que se había acabado.
Entonces apareció Alina. Primero hablaron, hablaron y hablaron. Luego se instaló un silencio abrumador entre ellas, un silencio repleto de frases y emociones que retumbaban en las paredes del cuarto. Claudia tenía que salir a caminar para disipar esa sensación de asfixia, sobre todo cuando Jorge estaba presente. Un día se besaron y Claudia volvió a sentir aquel temor, y frente a ella volvió a abrirse ese pozo de luz, y volvió a marearse. Alina la miraba deslumbrada y Claudia reconoció su propio asombro de otros tiempos. Ahora era ella quien hacía temblar, quien provocaba el miedo, esa emoción sofocante que se siente cuando se descubre, por primera vez, que se ama a una persona del mismo sexo. Alina era un espejo en el cual se recordaba. Conocía cada emoción que provocaba y lo disfrutaba plenamente.
Terminan de preparar la comida y se sientan a comer. Luego Alina lleva los platos al fregadero y regresa a la cama. Se dan besos pequeños, imperceptibles. Duermen un buen rato. Claudia se despierta y ve que Alina la observa.
-“Hola”- le dice como si acabaran de conocerse.
Alina le acaricia la cara, le besa los ojos. Claudia se queda inmóvil, sin saber qué hacer. Hacen el amor. Claudia comienza a repetirse la frase que había escuchado en el parque y mientras la besa, la acaricia, recita:
Conozco esa geografía, el camino para llegar allí. A veces se torna imposible acceder a ese lugar: demasiados instintos mutilados, mucha norma y mucho temor lo hacen difícil, niegan la posibilidad del otro encuentro.
Me gusta traspasar el límite, a fuerza de deseo o de vicio, no lo sé, aunque tampoco me importa: el vicio es mi fuerza, mi carácter. Lo asumo como una prueba: tener un vicio que hay que controlar, simular para pasar intacta, ser admitida o al menos no molestada, respetada en la diferencia. Tener derecho a una conversación con Dios. Converso con Dios cuando traspaso los límites. Los Dioses suelen estar siempre un poco más allá. En una ocasión Dios me miró, condescendiente.
Traspuse el límite pero me quedé para siempre de este lado. No logro amar a los hombres. Me resultan débiles o rudos, obscenos o melindrosos. Nunca exacto. Nunca un hombre. Por eso lo invento. Asumo esa carencia para armonizar la imperfección que hay en todo. Creo ese hombre dentro de mi, lo personifico para ellas, siempre insatisfechas sin saber de qué, a la espera de algo o de alguien, desgastadas en el mundo de lo evidente. Las más perspicaces se dan cuenta de inmediato: me regalan besos, ternuras de adolescentes, se vuelven temblorosas, infantiles. Yo las dejo hacer, disfrazada de ángel, hasta el día en que las exorciso, las seduzco cantándoles un salmo, mientras froto la lámpara que desata al genio. Prefiero la mujer virgen. No quiero saber nada de las que tienen la experiencia. El Hombre que represento no ha evolucionado ni progresa. Él quiere belleza e ingenuidad. Quiere esa dote, como en los tiempos antiguos.